Los
pasos del hombre por el pasto escriben un patrón rítmico perfecto y el hombre
camina para escucharse, ese sonido lo relaja. Arrastra lentamente sus borceguís
por la hierba, sincroniza su inhalación y exhalación y vuelve a empezar. Todo
ese diseño escapa a su conciencia, escondido al igual que el prado que parece
una foto subexpuesta por la neblina y el rocío, apenas puede distinguirse al
hombre como una silueta verdosa que se mueve en continuo avanzando en línea
recta. Con los ojos cerrados, el hombre camina, su piel brillosa por la
humedad, de a poco pestañea corriendo la acumulación de rocío y transpiración
de sus párpados; su exhalación se hace algo más intensa, un pequeño suspiro,
una liberación de aliento contenido, una liberación a medias. Una represión
encubierta. “Chaz-chaz” repite rozando con sus suelas el pasto del prado, casi
geométrico, entumecido quizás por el frío, el hombre avanza como un rectángulo
verde que mueve dos piecitos. El pestañeo del hombre se comporta pegajoso y su
suspiro esboza una forma más parecida a un sonido emitido, emitido a medias,
como un reflujo reprimido del inconsciente, como un recuerdo que se asoma, como
una sombra que no deja ver el objeto que proyecta. El hombre lo sabe, debe
detenerse, ya ha caminado demasiado, ha llegado al lugar exacto, necesita
detenerse, recalcular, tenderse sobre el pasto y dejar que la hierba se cuele entre
las terminaciones de su ropa desgastada, entremezclándose con su piel, apretando
su piel como dedos helados. Debe dejar también que las diminutas y brillantes
esferas de rocío y la neblina lo cubran, como una película grisácea y
homogénea, un dosel sobre la cuna de un bebé recién nacido, un velo encima de
un cadáver que nadie quiere ver. En posición horizontal, alineando su coronilla
al este, el hombre permite que su pelo completamente mojado chorree sus sienes,
pasa el dorso de su mano por su frente, busca en su bolsillo y sin abrir los
ojos saca un papel doblado en cuatro, lo presiona contra su pecho que sube y
baja despacio. En forma intermitente se oye un grillo, la luz está bajando, se
apacigua el día y el rocío no merma. El hombre desdobla el papel, es una carta,
el hombre echa un vistazo a sus palabras, como si la estuviese viendo después
de mucho tiempo o como si la hubiese leído muchas veces y recuerda manchas,
tachaduras, busca frases. El hombre lee la carta en voz alta pero para sí
mismo, se sienta sobre sus ísquiones, habla un idioma difícil de reconocer,
probablemente sánscrito por la sonoridad y pronunciación, ya que, cada vez que
expresa una palabra parece sostener un canto, un mantra. Hacia el final, el
hombre deja de seguir la carta con la mirada, frena abruptamente su recitado,
busca en su bolsillo, ya casi es de noche, saca un silbato de perro, lee de
nuevo la carta, lo que podría ser la frase final de la misma, aunque es
indudable que el hombre conoce de memoria esas palabras porque en tal oscuridad
sería imposible leer. El hombre sopla el silbato, varias veces, poco a poco se
oyen aullidos y ladridos de perros que generan una textura sonora que se mezcla
con su llanto desgarrado.
Y
así, llorando como un animal, el hombre recuerda que exactamente nueves meses
atrás había robado esa carta que ahora apretaba entre sus manos.
El
día del robo hacía mucho calor, muchísimo. Era verano, una mujer cruzaba el
prado y el sol seco ardía en su piel, sobre su espalda llevaba una tela cruzada
que hacía de mochila. La silueta de la mujer se recortaba entre el azul del
cielo despejado y el verde del pasto del prado, casi parecía una impresión
superpuesta, como un collage armado. Una imagen formada con otra. La mujer estaba
cargada con mucho peso, probablemente llevaba víveres comprados en el mercado,
pensó el hombre cuando la vio cruzar la carretera que comunicaba con el centro.
Desde allí la siguió, paso tras paso, casi un kilómetro, sigiloso, sin saber
qué deseo lo motivaba, el hombre era un eco perseguidor de la mujer bajo el
calor agobiante, empapado de sudor. Caminaba impulsado, con la mirada tan fija
en la mujer que parecía no verla, estar en otro plano. De repente, la mujer se
detuvo, por ello el hombre calculó que probablemente descubrió la perturbación
de poseer una presencia detrás de sus espaldas. La mujer estaba acostumbrada a
las amenazas y el hombre a amenazar, de modo que ambos se inmovilizaron
expectantes y esa energía de estatismo logró detener también al prado. Por un
breve momento, la mujer sintió paz,
una dicha que no había vivido nunca, pero también sabía que cualquier cosa que
hiciera sería inútil de modo que dejó caer de su espalda la tela con los
alimentos, la carta y el silbato; ese golpe de las cosas contra el suelo fue el
impulso que detonó la ansiedad del hombre quien se precipitó sobre ella. Entonces
él lo notó, era una anciana, viejísima y débil que solo tenía fuerza en la
espalda. Ambos cayeron, la mujer gritó de dolor como un perro, el hombre huyó
tomando lo poco que pudo arrebatar del piso y allí quedó la anciana tirada sin
poder levantarse, buscando con su último aliento de voluntad el silbato entre
el pasto crecido para llamar a su perro, sin que nadie supiera el origen de su
muerte, excepto el hombre.
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