domingo, 5 de octubre de 2014

El día del robo de la carta

Los pasos del hombre por el pasto escriben un patrón rítmico perfecto y el hombre camina para escucharse, ese sonido lo relaja. Arrastra lentamente sus borceguís por la hierba, sincroniza su inhalación y exhalación y vuelve a empezar. Todo ese diseño escapa a su conciencia, escondido al igual que el prado que parece una foto subexpuesta por la neblina y el rocío, apenas puede distinguirse al hombre como una silueta verdosa que se mueve en continuo avanzando en línea recta. Con los ojos cerrados, el hombre camina, su piel brillosa por la humedad, de a poco pestañea corriendo la acumulación de rocío y transpiración de sus párpados; su exhalación se hace algo más intensa, un pequeño suspiro, una liberación de aliento contenido, una liberación a medias. Una represión encubierta. “Chaz-chaz” repite rozando con sus suelas el pasto del prado, casi geométrico, entumecido quizás por el frío, el hombre avanza como un rectángulo verde que mueve dos piecitos. El pestañeo del hombre se comporta pegajoso y su suspiro esboza una forma más parecida a un sonido emitido, emitido a medias, como un reflujo reprimido del inconsciente, como un recuerdo que se asoma, como una sombra que no deja ver el objeto que proyecta. El hombre lo sabe, debe detenerse, ya ha caminado demasiado, ha llegado al lugar exacto, necesita detenerse, recalcular, tenderse sobre el pasto y dejar que la hierba se cuele entre las terminaciones de su ropa desgastada, entremezclándose con su piel, apretando su piel como dedos helados. Debe dejar también que las diminutas y brillantes esferas de rocío y la neblina lo cubran, como una película grisácea y homogénea, un dosel sobre la cuna de un bebé recién nacido, un velo encima de un cadáver que nadie quiere ver. En posición horizontal, alineando su coronilla al este, el hombre permite que su pelo completamente mojado chorree sus sienes, pasa el dorso de su mano por su frente, busca en su bolsillo y sin abrir los ojos saca un papel doblado en cuatro, lo presiona contra su pecho que sube y baja despacio. En forma intermitente se oye un grillo, la luz está bajando, se apacigua el día y el rocío no merma. El hombre desdobla el papel, es una carta, el hombre echa un vistazo a sus palabras, como si la estuviese viendo después de mucho tiempo o como si la hubiese leído muchas veces y recuerda manchas, tachaduras, busca frases. El hombre lee la carta en voz alta pero para sí mismo, se sienta sobre sus ísquiones, habla un idioma difícil de reconocer, probablemente sánscrito por la sonoridad y pronunciación, ya que, cada vez que expresa una palabra parece sostener un canto, un mantra. Hacia el final, el hombre deja de seguir la carta con la mirada, frena abruptamente su recitado, busca en su bolsillo, ya casi es de noche, saca un silbato de perro, lee de nuevo la carta, lo que podría ser la frase final de la misma, aunque es indudable que el hombre conoce de memoria esas palabras porque en tal oscuridad sería imposible leer. El hombre sopla el silbato, varias veces, poco a poco se oyen aullidos y ladridos de perros que generan una textura sonora que se mezcla con su llanto desgarrado.
Y así, llorando como un animal, el hombre recuerda que exactamente nueves meses atrás había robado esa carta que ahora apretaba entre sus manos.
El día del robo hacía mucho calor, muchísimo. Era verano, una mujer cruzaba el prado y el sol seco ardía en su piel, sobre su espalda llevaba una tela cruzada que hacía de mochila. La silueta de la mujer se recortaba entre el azul del cielo despejado y el verde del pasto del prado, casi parecía una impresión superpuesta, como un collage armado. Una imagen formada con otra. La mujer estaba cargada con mucho peso, probablemente llevaba víveres comprados en el mercado, pensó el hombre cuando la vio cruzar la carretera que comunicaba con el centro. Desde allí la siguió, paso tras paso, casi un kilómetro, sigiloso, sin saber qué deseo lo motivaba, el hombre era un eco perseguidor de la mujer bajo el calor agobiante, empapado de sudor. Caminaba impulsado, con la mirada tan fija en la mujer que parecía no verla, estar en otro plano. De repente, la mujer se detuvo, por ello el hombre calculó que probablemente descubrió la perturbación de poseer una presencia detrás de sus espaldas. La mujer estaba acostumbrada a las amenazas y el hombre a amenazar, de modo que ambos se inmovilizaron expectantes y esa energía de estatismo logró detener también al prado. Por un breve momento, la mujer sintió paz, una dicha que no había vivido nunca, pero también sabía que cualquier cosa que hiciera sería inútil de modo que dejó caer de su espalda la tela con los alimentos, la carta y el silbato; ese golpe de las cosas contra el suelo fue el impulso que detonó la ansiedad del hombre quien se precipitó sobre ella. Entonces él lo notó, era una anciana, viejísima y débil que solo tenía fuerza en la espalda. Ambos cayeron, la mujer gritó de dolor como un perro, el hombre huyó tomando lo poco que pudo arrebatar del piso y allí quedó la anciana tirada sin poder levantarse, buscando con su último aliento de voluntad el silbato entre el pasto crecido para llamar a su perro, sin que nadie supiera el origen de su muerte, excepto el hombre. 


sábado, 2 de agosto de 2014

El pez nadaba boca arriba o tenía los ojos muy abajo

Buffalo 66, 1988. Vincent Gallo
El pez nadaba boca arriba o tenía los ojos muy abajo, me cuestionaba en la sala de espera al observar la pecera que estaba junto a los bancos. Ese pensamiento será el inicio de mi relato, me dije. La doctora abrió la puerta, miró directo hacia mí y dijo el nombre de otro hombre, un tal Lucas, sería pues el tipo sentado junto a mí porque fue quien se levanto e ingreso al consultorio. Sin meditarlo demasiado me fui. El pez nada boca arriba o tiene los ojos muy abajo, seguía pensando. Caminé algunas cuadras bajo una llovizna humeada y pegajosa, estaba muy oscuro pero a penas eran las seis de la tarde ¿Qué me pasa? ¿Qué te pasa? Me repetí hasta llegar a casa. Hacia tiempo que no encontraba tanta paz y fue justo después de tomar una decisión sin motivo o significado alguno, simplemente no quería estar en la sala de espera, por supuesto, mi visita médica no era una casualidad, pero en la medida de lo que me acontecía no era una urgencia atender la cuestión. Llegué a casa y me di una larga ducha, recorrí cada rincón de mi piel, me encontré con cicatrices y manchas de dudosa procedencia, la historia en mi cuerpo le ha ganado a mi memoria.
Luego me acosté a dormir desnudo, perturbado descubrí un momento de pudor ante mi propia desnudez, la  mente es nuestro enemigo más siniestro. Esa noche tuve uno de esos sueños que uno cree que debe buscarle sentido, hace más de seis meses me mude y soñé con la casa que había dejado, en el sueño la casa estaba repleta de cajas y papeles por el piso, sin muebles y con las paredes vacías, hasta ahí nada sucedía, pero pasados unos segundos acudió a mi un pensamiento: “a fin de mes debo entregarla, debo sacar todo eso de ahí ¡Cuánto trabajo! ¡Qué pereza! Pero no vuelvo hasta pasados los primeros días, tendré que cambiar el pasaje”. No era una situación determinante sin embargo, me causó angustia, no veía salida, como un perro que se muerde la cola, como un pez que nada boca arriba. Despertarme fue un alivio, el problema no existía, bueno me dije, al fin y al cabo, quizás sólo soy un pez que tiene los ojos muy abajo.  

jueves, 31 de julio de 2014

Todo sobre mi Madre

Mi abuela posa en una foto vertical, como una figurita chata y borrosa parada frente a un auto blanco. Lleva remera beige y bermuda marrón, quizás, sólo puedo deducirlo porque conozco su manera de vestir. A su izquierda, otro auto blanco estacionado. El motivo del registro turístico: Cine Coliseum, dotado de columnas romanas, como su nombre muy bien se encarga de subrayar. Casi pisando el borde izquierdo de la foto, un hombre de saco; raro mi abuela viste manga corta, camina llevando en cada mano una bolsa de  lo que podrían ser compras  y congelado en movimiento, sin saberlo, quedó impreso en una foto que ahora miro. La parte superior de la imagen repleta del verde de la copa de los árboles. Claramente el señor es un desubicado, estaban en pleno verano. Después mucho gris, asfalto, columnas de luz, faroles vistosos, un banderín rojo indicando vaya a saber uno qué, alguna que otra señal de tránsito demasiado perdida y el detalle del afiche de la película, un pequeño fragmento lateral en el extremo derecho de la foto. En la marquesina, con letras blancas:
“ALGO QUE NO DISTINGO Y
TODO SOBRE MI MADRE
Dtor. PEDRO ALMODOVAR”
Aguda mirada de mi tío que se encontraba fotografiando a su madre. Agudo el camino de la circunstancia: esa película es mi primer recuerdo de sentir la punzada y la caricia del cine al mismo tiempo.

miércoles, 3 de octubre de 2012



Sos linda cuando lloras, le dijeron dos hombres distintos. La perversidad del deseo suele ser inexplicable, tanto como la sensación de ver el instante exacto en que se mueve la manecilla del reloj y nos damos cuenta que no es magia lo que hace que de un momento a otro cambie de lugar, que el tiempo no anda solo, sino que el hombre inventó máquinas y artilugios para hacerlo correr.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Estabamos desnudos, Ella soñaba para apaciguar el temor. Me dije para mí “olvidar la historia interior, volverse sin tiempo”.

El le paso su dedo en medio del pecho, de arriba hacia abajo, dibujando una línea, y cual si fuera un cuchillo le abrió las carnes. Con una aguja enhebrada le dio una puntada y jaló del hilo, haciéndole girar el corazón en su eje. Después volvió a pasarle el dedo pero esta vez en dirección contraria, cerrando la herida lentamente. Acto seguido se repitió el procedimiento a El mismo.

Abrí los ojos y me reincorporé, El tenía una aguja en su mano, estaba cabizbajo. Levantó la mirada, me sonrió, se acercó con secreto, tomó las puntas de mi cabello y tiró suavemente hacia atrás, haciéndome recostar mientras su cuerpo caía encima del mío. No tenía sueño pero el vaivén de su pecho diáfano me adormeció.

jueves, 11 de agosto de 2011

El único concierto de Giuliano Giarcandi

Parecía un dibujo de Escher, para quienes que la gravedad es sólo un desafío ver esa arquitectura llenaba de recelo y júbilo. La función estaba programada para las siete, de modo que a las seis y diez el hall central rebalsaba de señoras vetustas muy bien acicaladas acompañadas por maridos rectos de impecable negro sobre blanco. Una jovencita humilde, tan entristecida que no sabía cantar, pasó fortuitamente por la vereda del teatro y se coló creyendo que era un cine. Algunas narices se pararon a observarla con estupor, pues alrededor de tanto polvo de oro falso el gris de la muchacha brillaba sin disimulo.
Ese mismo día, una hora antes, moría el Ché, ninguno allí lo sabía.
La sala estaba repleta, el gran maestro Giuliano Giarcandi daría un concierto de piano acompañado por el violonchelo de Riptencia Fiuaronza. De pronunciada nariz y ojos hundidos, Riptencia, se había vuelto novedad en las carteleras más soberbias de Europa. Su estilo caprichoso y ardiente como el rojo de sus mejillas había captado la atención de los melómanos más sofisticados. Giuliano, ya consagrado, visitaba la Argentina por única vez, así había dicho, anticipando expectativas y curiosidad por su esencial y desconsolado llanto que se desataba iniciado el concierto y continuaba diluviándose con alaridos desgarradores hasta la última tecla, instrumento que enriquecía la música y complacía los oídos más sádicos de la elite. Quienes se atrevieron a preguntar el motivo de su especial condición, recibieron como respuesta que se debía a un simple estimulo nervioso, “así como siento dolor al pincharme con un alfiler”, contestaba Giuliano con su imprescindible tono monocorde. De pequeño había recorrido el mundo junto a su padre, ya adulto junto a su piano. Su madre, Filomena Giarcandi, había muerto por una enfermedad que hoy se cura con una inyección. El no conocía su rostro con estilizadas y sobrecargadas pestañas, ni su cabello encanecido desde los quince años. Un incendio había acabado con todas las pertenencias de la familia Giarcandi luego de la muerte de Filomena.
La noche anterior Giulano encontró por accidente una foto de su madre, la cual su padre creía perdida, nadie allí lo sabía.
Riptencia entró por la izquierda, reverencia, aplausos. Giuliano deslizándose como un fantasma se sentó frente al piano con los ojos entrecerrados, más aplausos. Violonchelo, violonchelo, primera tecla, segunda, tercera, novena, nada. Miradas desconcertadas en el público, comezón en el cuello de Riptencia. Comienza la segunda pieza, finaliza, ni una lágrima. Murmullo.
Qué descortesía/Decepcionante/No ha vertido ni una gota/Creo que veo un dejo de brillo en sus ojo izquierdo/
Y el abucheo incandescente continúo precipitándose hasta que Giuliano detuvo sus manos. Gritos enajenados y furiosos, vuela un zapato. Riptencia huye escandaliza buscando protección entre bambalinas. Giuliano inerte, petrificado. Las señoras vetustas escupen espuma por la boca mientras despedazan butacas con su manicura recién hecha. Los maridos rectos zapatean iracundos sobre los apoya brazos. Un señor de bigote mostacho casi muere atragantado por masticar estopa. La cabeza de ángel que adornaba el palco principal planeó a dos centímetros del cráneo de Giuliano abriendo un cráter sobre el piso del escenario. Su reacción fue nula, sus ojos casi cerrados, una estatua, un muerto.
Destrozado todo, aniquilada la rabia, la sala se vació en manada a excepción de la humilde muchacha sentada en la última fila, que se mantuvo tan inmóvil como Guiliano mientras observaba la carnicería. Repuesto el silencio, justo después que la última bestia dejara la sala, Giuliano retomó su pieza donde la había detenido y brindó un concierto formidable alargando nota a nota la sonrisa en su rostro, incluso soltando alguna carcajada, a pesar que la jovencita aplaudiera en los falsos silencios de cada canción.
Terminada la velada, la triste muchacha volvió a su casa tarareando la música que había oído, Giuliano fue el único que lo supo.