jueves, 11 de agosto de 2011

El único concierto de Giuliano Giarcandi

Parecía un dibujo de Escher, para quienes que la gravedad es sólo un desafío ver esa arquitectura llenaba de recelo y júbilo. La función estaba programada para las siete, de modo que a las seis y diez el hall central rebalsaba de señoras vetustas muy bien acicaladas acompañadas por maridos rectos de impecable negro sobre blanco. Una jovencita humilde, tan entristecida que no sabía cantar, pasó fortuitamente por la vereda del teatro y se coló creyendo que era un cine. Algunas narices se pararon a observarla con estupor, pues alrededor de tanto polvo de oro falso el gris de la muchacha brillaba sin disimulo.
Ese mismo día, una hora antes, moría el Ché, ninguno allí lo sabía.
La sala estaba repleta, el gran maestro Giuliano Giarcandi daría un concierto de piano acompañado por el violonchelo de Riptencia Fiuaronza. De pronunciada nariz y ojos hundidos, Riptencia, se había vuelto novedad en las carteleras más soberbias de Europa. Su estilo caprichoso y ardiente como el rojo de sus mejillas había captado la atención de los melómanos más sofisticados. Giuliano, ya consagrado, visitaba la Argentina por única vez, así había dicho, anticipando expectativas y curiosidad por su esencial y desconsolado llanto que se desataba iniciado el concierto y continuaba diluviándose con alaridos desgarradores hasta la última tecla, instrumento que enriquecía la música y complacía los oídos más sádicos de la elite. Quienes se atrevieron a preguntar el motivo de su especial condición, recibieron como respuesta que se debía a un simple estimulo nervioso, “así como siento dolor al pincharme con un alfiler”, contestaba Giuliano con su imprescindible tono monocorde. De pequeño había recorrido el mundo junto a su padre, ya adulto junto a su piano. Su madre, Filomena Giarcandi, había muerto por una enfermedad que hoy se cura con una inyección. El no conocía su rostro con estilizadas y sobrecargadas pestañas, ni su cabello encanecido desde los quince años. Un incendio había acabado con todas las pertenencias de la familia Giarcandi luego de la muerte de Filomena.
La noche anterior Giulano encontró por accidente una foto de su madre, la cual su padre creía perdida, nadie allí lo sabía.
Riptencia entró por la izquierda, reverencia, aplausos. Giuliano deslizándose como un fantasma se sentó frente al piano con los ojos entrecerrados, más aplausos. Violonchelo, violonchelo, primera tecla, segunda, tercera, novena, nada. Miradas desconcertadas en el público, comezón en el cuello de Riptencia. Comienza la segunda pieza, finaliza, ni una lágrima. Murmullo.
Qué descortesía/Decepcionante/No ha vertido ni una gota/Creo que veo un dejo de brillo en sus ojo izquierdo/
Y el abucheo incandescente continúo precipitándose hasta que Giuliano detuvo sus manos. Gritos enajenados y furiosos, vuela un zapato. Riptencia huye escandaliza buscando protección entre bambalinas. Giuliano inerte, petrificado. Las señoras vetustas escupen espuma por la boca mientras despedazan butacas con su manicura recién hecha. Los maridos rectos zapatean iracundos sobre los apoya brazos. Un señor de bigote mostacho casi muere atragantado por masticar estopa. La cabeza de ángel que adornaba el palco principal planeó a dos centímetros del cráneo de Giuliano abriendo un cráter sobre el piso del escenario. Su reacción fue nula, sus ojos casi cerrados, una estatua, un muerto.
Destrozado todo, aniquilada la rabia, la sala se vació en manada a excepción de la humilde muchacha sentada en la última fila, que se mantuvo tan inmóvil como Guiliano mientras observaba la carnicería. Repuesto el silencio, justo después que la última bestia dejara la sala, Giuliano retomó su pieza donde la había detenido y brindó un concierto formidable alargando nota a nota la sonrisa en su rostro, incluso soltando alguna carcajada, a pesar que la jovencita aplaudiera en los falsos silencios de cada canción.
Terminada la velada, la triste muchacha volvió a su casa tarareando la música que había oído, Giuliano fue el único que lo supo.

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