sábado, 3 de septiembre de 2011

Estabamos desnudos, Ella soñaba para apaciguar el temor. Me dije para mí “olvidar la historia interior, volverse sin tiempo”.

El le paso su dedo en medio del pecho, de arriba hacia abajo, dibujando una línea, y cual si fuera un cuchillo le abrió las carnes. Con una aguja enhebrada le dio una puntada y jaló del hilo, haciéndole girar el corazón en su eje. Después volvió a pasarle el dedo pero esta vez en dirección contraria, cerrando la herida lentamente. Acto seguido se repitió el procedimiento a El mismo.

Abrí los ojos y me reincorporé, El tenía una aguja en su mano, estaba cabizbajo. Levantó la mirada, me sonrió, se acercó con secreto, tomó las puntas de mi cabello y tiró suavemente hacia atrás, haciéndome recostar mientras su cuerpo caía encima del mío. No tenía sueño pero el vaivén de su pecho diáfano me adormeció.

jueves, 11 de agosto de 2011

El único concierto de Giuliano Giarcandi

Parecía un dibujo de Escher, para quienes que la gravedad es sólo un desafío ver esa arquitectura llenaba de recelo y júbilo. La función estaba programada para las siete, de modo que a las seis y diez el hall central rebalsaba de señoras vetustas muy bien acicaladas acompañadas por maridos rectos de impecable negro sobre blanco. Una jovencita humilde, tan entristecida que no sabía cantar, pasó fortuitamente por la vereda del teatro y se coló creyendo que era un cine. Algunas narices se pararon a observarla con estupor, pues alrededor de tanto polvo de oro falso el gris de la muchacha brillaba sin disimulo.
Ese mismo día, una hora antes, moría el Ché, ninguno allí lo sabía.
La sala estaba repleta, el gran maestro Giuliano Giarcandi daría un concierto de piano acompañado por el violonchelo de Riptencia Fiuaronza. De pronunciada nariz y ojos hundidos, Riptencia, se había vuelto novedad en las carteleras más soberbias de Europa. Su estilo caprichoso y ardiente como el rojo de sus mejillas había captado la atención de los melómanos más sofisticados. Giuliano, ya consagrado, visitaba la Argentina por única vez, así había dicho, anticipando expectativas y curiosidad por su esencial y desconsolado llanto que se desataba iniciado el concierto y continuaba diluviándose con alaridos desgarradores hasta la última tecla, instrumento que enriquecía la música y complacía los oídos más sádicos de la elite. Quienes se atrevieron a preguntar el motivo de su especial condición, recibieron como respuesta que se debía a un simple estimulo nervioso, “así como siento dolor al pincharme con un alfiler”, contestaba Giuliano con su imprescindible tono monocorde. De pequeño había recorrido el mundo junto a su padre, ya adulto junto a su piano. Su madre, Filomena Giarcandi, había muerto por una enfermedad que hoy se cura con una inyección. El no conocía su rostro con estilizadas y sobrecargadas pestañas, ni su cabello encanecido desde los quince años. Un incendio había acabado con todas las pertenencias de la familia Giarcandi luego de la muerte de Filomena.
La noche anterior Giulano encontró por accidente una foto de su madre, la cual su padre creía perdida, nadie allí lo sabía.
Riptencia entró por la izquierda, reverencia, aplausos. Giuliano deslizándose como un fantasma se sentó frente al piano con los ojos entrecerrados, más aplausos. Violonchelo, violonchelo, primera tecla, segunda, tercera, novena, nada. Miradas desconcertadas en el público, comezón en el cuello de Riptencia. Comienza la segunda pieza, finaliza, ni una lágrima. Murmullo.
Qué descortesía/Decepcionante/No ha vertido ni una gota/Creo que veo un dejo de brillo en sus ojo izquierdo/
Y el abucheo incandescente continúo precipitándose hasta que Giuliano detuvo sus manos. Gritos enajenados y furiosos, vuela un zapato. Riptencia huye escandaliza buscando protección entre bambalinas. Giuliano inerte, petrificado. Las señoras vetustas escupen espuma por la boca mientras despedazan butacas con su manicura recién hecha. Los maridos rectos zapatean iracundos sobre los apoya brazos. Un señor de bigote mostacho casi muere atragantado por masticar estopa. La cabeza de ángel que adornaba el palco principal planeó a dos centímetros del cráneo de Giuliano abriendo un cráter sobre el piso del escenario. Su reacción fue nula, sus ojos casi cerrados, una estatua, un muerto.
Destrozado todo, aniquilada la rabia, la sala se vació en manada a excepción de la humilde muchacha sentada en la última fila, que se mantuvo tan inmóvil como Guiliano mientras observaba la carnicería. Repuesto el silencio, justo después que la última bestia dejara la sala, Giuliano retomó su pieza donde la había detenido y brindó un concierto formidable alargando nota a nota la sonrisa en su rostro, incluso soltando alguna carcajada, a pesar que la jovencita aplaudiera en los falsos silencios de cada canción.
Terminada la velada, la triste muchacha volvió a su casa tarareando la música que había oído, Giuliano fue el único que lo supo.

jueves, 4 de agosto de 2011

Los miro en la ventana, rodeada de sombras que no provienen de ningún cuerpo, seres sin rostro, dibujos lejanos, pequeñas figuras que parecen actuar para mí. Pienso en ellos como si fueran un momento espontáneo y la vez ensayado para incorporarse en mis sentidos, una representación que al finalizar, termina con su existir. Y así, una y otra vez, las luces se prenden y apagan, los actores de las ventanas se mueven, se miran, se tocan, danzan al compás del rugir del mar bajo estrellas inquietas que al término de cada acto aplauden entusiastas.

Y cuando el día llega, el telón se cierra, la obra acaba para que hombres y mujeres respiren entre cuatro paredes, aunque detrás de bambalinas los seres de sombra siguen bailando entre la luz.

La ventana roja bajo una luna redonda que rebalsaba luz me hablaba en susurros de viento, decía mentiras con aliento fresco, palabras que nunca nadie había dicho. Se despedía de mi distante pero a la vez me arrastraba hasta ella con misterio.

El oscuro azul de fondo y nosotros mirándonos como si fuéramos irreales, proyecciones, sombras lejanas y pequeñas encerradas en un cuadrado. Jugando a que nos vemos y no nos vemos, sin tener la menor idea de lo que siente el otro, especulando, evitando ser reconocidos…

Y me cuesta entender tanto gusto amargo, tanta caricia áspera, doy vueltas persiguiendo la nada, buscando algo que no existe. Pero, no podría ser mas claro, si ni siquiera te presente ante la ventana roja.

Igual, sigo esperando y mientras las nubes pasan por encima de la luna, se iluminan despacio y luego siguen grises y solas perdiéndose en un cielo infinito, pasando desapercibidas, escondiéndose, callando como mis voces que cada vez son menos sinceras conmigo.

A mis espaldas la habitación a oscuras, el miedo, no, la incertidumbre, tampoco, el no querer enfrentar, quizás. El vértigo de volver atrás, el despojo, la pérdida, los silencios, la duda y la falta de respuestas.

Un brillo plateado me baña, los colores se prenden y apagan, la ventana roja sigue ahí, expectante, como yo, que me siento público de una invención intangible que no deja de perseguirme y sin embargo jamás he visto.

Miré la sombra de la lapicera que parecía tener vida propia en la hoja, pensé en dejar de escribir, levante la vista, la ventana roja se había apagado
Llegaron a los caminos de fuego, a esas dos carreteras ardientes con desembocadura desconocida que rugían con mayor vehemencia cuando el viento se precipitaba. Debían tomar una decisión, elegir una dirección, pero los latidos se sus corazones eran tan abrumadores que no lograban concentrarse. Pensaron en miles de cosas en tan solo segundos, para finalmente dejarse llevar por un instinto, por la espontánea fatalidad que nos rige en los momentos de perdición. Corrieron bajos las llamas riendo con locura, tomadas de las manos, adelantándose primero una y luego la otra, haciéndose apresurar el paso mutuamente. Éxtasis de calor y gritos enajenados, sudor de agotamiento causado por el placer de libertad. Eso sintieron: liberación, una fluidez que nunca las había tocado. Todo se volvió incontenible y sus manos se deslazaron, el impulsó las alejo sin meditar. Ahora estaban pérdidas, en medio de un laberinto asfixiante, colmadas de nerviosismo a punto de sucumbir en llanto.

Sos linda cuando lloras, le dijeron dos hombres distintos. La perversidad del deseo suele ser inexplicable, tanto como la sensación de ver el instante exacto en que se mueve la manecilla del reloj, y nos damos cuenta que, no es magia lo que hace que de un momento a otro cambie de lugar, que el tiempo no anda solo, sino que el hombre inventó máquinas y artilugios para hacerlo correr.